Mi sentido de supervivencia siempre fue más fuerte y viable que mi hambre. Y ¿Por qué no? Por qué no, regalarle mi vida a la primer oportunidad que se me cruce, o en mejor medida, arrodillarme enfrente del inodoro, con las rodillas huesudas apoyadas en la alfombra celeste de baño. Con el pelo atado y nada más que dos dedos en la boca, a forma de gatillo, para vomitar. Para gatillar la mierda.
Y seguir levantando la mano, como si supiera la respuesta a una pregunta que jamás hicieron.
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