sábado, 8 de marzo de 2014

Rhapsody

No era un pensamiento iracundo, y mucho menos feroz, era una idea, una simple idea que le daba a mi vida el oxígeno necesario para aguantar lo que tuviera que aguantar. La ley de la ferocidad - Pablo Ramos.

Agitaba el vaso con té verde que había preparado hace unas seis horas antes. Rutinariamente lo preparaba, y luego lo abandonaba en la mesita de luz de mármol negro, para darle sorbos quien sabe cuando. No era sino, la cómoda situación de desesperación que podía mantener hasta el momento, hostigadora e inculcada por alguien que no sabía que existía. De ubicarme en otro lugar, en otro tiempo o en otra yo, podría haberme bajado de un auto quizás, gritándole a alguien que no era consiente de mi existencia pero que, de algún modo, la afectaba. O tal vez, podría haberme situado delante de un arma, al borde de una bala que pretendía acariciarme la cabeza, siendo nada más y nada menos que la búsqueda de la muerte ocasional, ¿Por qué no? La dichosa casualidad. Que no es más que lo que debía ocurrir.
Pero simplemente era ésta yo, agitando el vaso con té verde que había preparado hace unas seis horas antes. Esta yo de hace treinta y dos minutos exactamente. Esta yo de ahora que constantemente agita el vaso con té verde, ligeramente vacío. Visualmente no había cambiado nada, o quizás si. Lo que antes estaba lleno hasta el tope de líquido amargo y verde, ahora estaba casi por la mitad. La infusión era paradojicamente, alguien distinto desde el principio, hasta el final. Pero yo era paradojicamente la misma, desde el principio, hasta el final.
La silla, la mesa, el tenedor, el plato, el vaso, mi cara sangrando. Y es que obstinadamente me había pegado constantemente en la nariz, como si la sangre fuera mi cocaína especial, como si quisiera sacar una idea remota que se había impregnado en mi cerebro. Podía sentir a los gusanos vivir una vida de lujos, y sexo casual, orbitando en mi mente y porqué no, durmiendo en soledad. Y si de trompadas sabía, es que dolían más a distancia corta, o que los nudillos sabían quebrar algo más que la piel, sino que la integridad, también que por más que tuerza la cara de dolor, no era tanto sino mi imaginación.
Más así no sabia de flores, para mi solían ser todas iguales, todas flores, todas comunes, nada especial. Es que yo estaba pendiente de esa parte, digo, de lo especial. Pero no había nada de especial en una alegría del hogar, nada que la diferencie de un yuyo. Y es que yo era como un yuyo en cierto punto, un pastito malo que había que cortar de raíz, arrancarlo de cuajo. Porque hierba mala, nunca muere. 
Me arrancaron de cuajo y me tiraron por ahí, total, no iba a echar raíces de nuevo, no iba a levantar la cabeza para aferrarme a otra esperanza que no me pertenecía. Era como las putas de Plaza Constitución un sábado a la noche. La diferencia era que era la única con sida. La única que se iba a morir intentando alcanzar algo más que una calle sucia a las dos de la mañana.

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